Alejo Vargas Velasquez*
Texto publicado originalmente em Revista Sur.
Se ha especulado mucho sobre algo que es de rutina en los diferentes gobiernos al iniciar su mandato y que hace referencia al nombramiento por parte del Presidente de la República y su Ministro de Defensa de la llamada ‘cúpula’ de la Fuerza Pública y la salida a calificar servicios de otros altos oficiales que han cumplido su tiempo de servicio. Es decir, definir por el comandante supremo de la misma con qué línea de mando va a empezar a desarrollar sus políticas de seguridad y defensa.
Recordemos que un principio fundamental de la democracia (especialmente del modelo liberal de la misma) es la subordinación de los militares y policiales a los gobernantes civiles legítimos, porque han sido democráticamente electos. Esto transforma al Presidente de la República, en los regímenes presidencialistas, en el Comandante Supremo de la Fuerza Pública y por lo tanto con mandato constitucional y legal, para conducirlas y orientarlas, lo cual implica definir quiénes van a ser los colaboradores que estarán en el comando de la misma.
Podríamos recordar que el proceso de estructuración de las Fuerzas Armadas como institución nacional, profesionalizada e imparcial, como deben ser todas las instituciones estatales, pasó por varios momentos. Un primer momento el encarnado por el ejército que emerge en la post-independencia; un segundo, el de la fragmentación del mismo por causa de las guerras civiles del siglo XIX; un tercero, caracterizada por el paso de ejércitos difusos y espontáneos al embrión de un Ejército Nacional, luego comienza la profesionalización pero se mantiene el carácter de ejército adscrito o politizado, en el cual el partido transitoriamente en el gobierno quiere utilizarlo como un aparato al servicio del mismo, momento que con distintos altibajos se prolonga hasta la violencia liberal-conservadora de mediados del siglo XX; un momento en que se prioriza la despartidización de las Fuerzas Armadas y el Ejército se va delineando como un ejército contrainsurgente y finalmente evoluciona, sin perder el carácter anterior, hacia un Ejército Profesional moderno.[1]
La Fuerza Pública en toda sociedad tiene la misión de proteger la integridad territorial, la soberanía nacional y garantizar seguridad a todos los miembros de la comunidad política; por ello la Fuerza Pública configura una de las instituciones básicas en una sociedad. En el caso colombiano, por la persistencia de la violencia política ella ha tenido la responsabilidad de enfrentar y combatir con las organizaciones alzadas en armas, así como con los demás grupos armados ilegales. Eso implica que en un conflicto armado como el nuestro la Fuerza Pública ha tenido la responsabilidad, desde la institucionalidad, de enfrentar las organizaciones insurgentes y fue la reforma militar y policial de fines de los 90s, en el marco del Plan Colombia, que profundizó la orientación contrainsurgente del grueso de la Fuerza Pública, lo que influyó para modificar el escenario estratégico de la confrontación armada.
Pero igualmente es importante destacar que si bien la Fuerza Pública en una democracia debe ser una institución profesionalizada, que se rige por un sistema de carrera administrativa, éste llega en el caso colombiano, desde el grado de Subteniente – con el cual sale el joven oficial de la escuela de formación – hasta el nivel de Coronel, por cuanto la selección de aquellos oficiales que pasan al grado de Brigadier General para continuar su carrera, conlleva la intervención de varios mecanismos-filtro: la propia selección interna realizada por el cuerpo de generales, la intervención del Congreso de la República que aprueba o niega estos ascensos y en últimas el Presidente de la República que tiene la discrecionalidad para llamar a calificar servicios a quién él considere, junto con su Ministro de Defensa, a partir de su buen juicio.
Por consiguiente, el que al seleccionar el Presidente y su Ministro de Defensa la línea de mando, implique la salida a retiro de oficiales superiores –a quienes sin duda sólo queda darles los agradecimientos por los servicios prestados-, es algo normal y dentro de unas instituciones con una tradición civilista como en el caso colombiano no es de esperar sino el reafirmar la lealtad a la institucionalidad democrática, a su comandante en jefe y a sus nuevos mandos institucionales –como hemos visto lo ha reiterado claramente el Director saliente de la Policía Nacional General Vargas-. No creo que tenga sentido la preocupación de aquellos que dicen que se retiran los oficiales de mayor experiencia y que los que siguen en la línea de mando no la tienen; normalmente es desde el nivel de Coronel hacia abajo que se encuentran los oficiales con la mayor experiencia operativa y en muchos casos igualmente de planeación y estratégica, sin desconocer que es probable que entre los oficiales superiores que pasan a retiro van muchos con una gran experiencia acumulada, pero lamentablemente eso sucede en casi todas las organizaciones.
Recordemos que en Colombia sólo tuvimos en todo el Siglo XX, una interrupción del mandato institucional con el ‘golpe militar’ liderado por el General Gustavo Rojas Pinilla en 1953, dentro del contexto de una violencia bipartidista, liberal-conservadora, en proceso de agudización, a diferencia de la mayoría de países de la región con una alta tendencia de intervenciones militares y policiales en política. Esto dentro de una paradoja que ha caracterizado el sistema político colombiano, la escasa presencia de gobiernos militares a lo largo de su historia, conviviendo con una recurrente violencia de naturaleza política; lo anterior, sin embargo, salpicado reiteradamente por la recurrencia de pronunciamientos, conspiraciones, golpes de Estado o movimientos rebeldes militares y/o civiles del pasado y del presente, [2] o la presencia de ‘huelgas militares’ como las denomina Malcom Deas. [3]
Y esto va más allá de aspectos transitorios de carácter personal, como además lo hemos observado en varios países de la región, donde igualmente han llegado a la primera magistratura anteriores militantes de organizaciones insurgentes como en Uruguay y Brasil, donde es claro que una cosa es el pasado político del Jefe de Estado y otra su realidad y legitimidad actual y no la especulación que algunos han planteado por la militancia del actual Presidente, tres décadas atrás, en el desmovilizado movimiento insurgente M-19.
El otro aspecto que ha generado alguna controversia en medios de comunicación y en redes sociales es lo dicho por el presidente Petro en el sentido de modificar algunos de los criterios que normalmente los comandantes militares y policiales tienen para su evaluación de desempeño e introducir –no es claro si como sustitutos o complementarios de los que existían hasta el momento-, criterios como la no realización de masacres y la no existencia de asesinatos de líderes sociales o de desmovilizados de anteriores grupos insurgentes, en la jurisdicción bajo su responsabilidad, dándole de esta manera materialidad a una nueva doctrina de seguridad, fundada en la ‘seguridad humana’ donde la prioridad debe ser garantizar la vida de los ciudadanos y velar por el cumplimiento de los Derechos Humanos y del DIH. Por supuesto que esto debe conllevar los desarrollos normativos del caso al interior de las instituciones militares-policiales y de lo cual es ampliamente conocedor el actual Ministro de Defensa.
No se debe olvidar que en las urnas ganó un proyecto político democrático que planteó el Cambio como su eje estratégico y uno de los vectores del mismo, sin duda es la política de seguridad y defensa y el rol de la Fuerza Pública en el futuro inmediato, incluida el cambio de ubicación institucional de la Policía Nacional. Sin embargo, es importante destacar la preocupación válida de algunos sectores porque se mantenga la profesionalización y el apartidismo de la Fuerza Pública, que son algunas de las características de una Fuerza Pública moderna; debería abandonarse cualquier tentación de convertir a la Fuerza Pública en un apéndice del proyecto político en el Gobierno.
Lo anterior se sitúa en lo que podemos considerar como una modernización militar, entendida como la necesidad de colocar a las Fuerzas Armadas a tono con los tiempos –en los que sabemos el Presidente ha colocado como una de sus políticas prioritarias la de la ‘Paz Completa’ o ‘Paz Total’- e incorporar los cambios organizativos, estructurales, logísticos, de políticas de personal y de adquisiciones, dicho de otra manera, los cambios en la doctrina militar y la dimensión técnico-operativa, es una necesidad permanente para que una sociedad cuente con unas Fuerzas Armadas y de Policía legítimas, eficientes y eficaces.
Finalmente, debemos decir que tanto el presidente Petro como comandante supremo de la Fuerza Pública, así como el Ministro de Defensa, como delegatario del Presidente para la conducción de la misma, tienen el mayor respeto institucional por las Fuerzas y están actuando y lo seguirán haciendo con la mayor consideración, pero igualmente exigiendo resultados como se espera de cualquier institución del Estado.
Es verdad que un Estado tiene el derecho y el deber a fortalecer su capacidad militar, como un factor de disuasión tanto en lo interno como frente a hipotéticas amenazas externas, pero lo que es profundamente erróneo es creer que se puede renunciar a la dimensión política de la búsqueda de seguridad que es la negociación o la diplomacia (si se trata de problemas de seguridad externos). Por ello la búsqueda de la seguridad, en un caso como el colombiano, justamente pone en el primer lugar la solución política negociada del conflicto interno armado y otras expresiones de conflictividad, porque una respuesta efectiva a un problema de seguridad es la respuesta política, que en el ámbito internacional es la diplomacia y en lo interno la solución negociada de los conflictos. Afortunadamente todo indica ese es el camino tomado por el Gobierno Petro.
Finalmente, la consolidación de una sociedad segura, apunta a resolver los problemas del desarrollo, como la pobreza, el desempleo, la marginalidad, que se pueden convertir en caldo de cultivo para distintas formas de violencia y de esta manera generar inseguridad. Por ello la mejor manera de consolidar la seguridad en una sociedad es combinar adecuadamente, un Estado fortalecido en el marco del respeto absoluto a la Constitución y la ley, un estímulo permanente a la solución negociada de los conflictos y políticas que apunten a resolver los problemas del desarrollo de la sociedad.
* Alejo Vargas Velásquez es Profesor Titular Universidad Nacional de Colombia y Director del Grupo de Investigación en Seguridad y Defensa.
Imagem: Posse de Gustavo Petro. Por USAID/Flickr.
[1] Vargas Velásquez, Alejo, “Hacia un Ejército Profesional Moderno en Colombia. La lenta marcha en el Siglo XIX hacia unas Fuerzas Armadas Profesionalizadas”, en, REFORMA MILITAR EN COLOMBIA. Contexto internacional y resultados esperados, Alejo Vargas Velásquez y Carlos Alberto Patiño Villa, Editores, Colección Pensamiento Político Contemporáneo, Universidad Pontificia Bolivariana, Concejo de Medellín, Medellín, 2006. (pag. 120)
[2] Mayor ® BERMUDEZ ROSSI, Gonzalo, “Pronunciamientos, Conspiraciones y Golpes de Estado en Colombia“, Ediciones Expresión, Bogotá, 1997
[3] DEAS, Malcom, “Perspectiva histórica de las relaciones civiles militares en Colombia”, en, Las Relaciones Cívico-Militares en tiempos de conflicto armado, Fernando Cepeda Ulloa, Editor, Embajada de los Estados Unidos-Fundación Ideas para la Paz, Bogotá, 2003.